— ¿Qué quieres decir con
eso de que vas a seguir siguiendo el presidente?
La voz con la que había
hablado era dura y denota a claramente su enfado. Sin embargo, por respecto
hacia el hombre al que se había dirigido, un hombre que le doblaba la edad, Nicholas
Jonas ejerció un férreo control sobre su ira.
—La situación ha cambiado
—replicó el otro hombre con voz sombría. Estaba sentado en un sillón de cuero,
en la biblioteca de una mansión del siglo XVIII situada en la campiña romana.
Nicholas contuvo el aliento
secamente. Su esbelto cuerpo iba vestido con un traje hecho a medida por uno de
los diseñadores italianos más elegantes. Llevaba el cabello oscuro muy bien
cortado, enmarcando un rostro cuyos rasgos eran dignos de una estrella de cine.
Tenía los ojos oscuros y con largas pestañas, pómulos bien marcados, mandíbula
firme y una boca bien delineada y muy expresiva que, en aquellos momentos,
mostraba un gesto serio y tenso.
—Siempre había dado por
sentado que tú dimitirías en mi favor…
—Eso sólo lo habías pensado
tú, Nicholas —dijo el otro hombre—. No existe ningún documento que me
comprometa legalmente. Simplemente diste por sentado que cuando William
muriera… —susurró. La voz se le quebró durante un instante. Luego se recuperó y
siguió hablando—. Además, como te he dicho, la situación ha cambiado de un modo
que yo jamás habría podido imaginar. Yo jamás podría haberme imaginado…
—musitó, con aspecto viejo y cansado. Aparentaba todos y cada uno de sus
setenta años.
— ¿Qué
es lo que ocurre, Ronald? ¿Qué es lo que jamás podrías haberte imaginado?
—preguntó Nicholas, con impaciencia.
—William jamás me lo
contó. Lo he descubierto ahora, cuando tuve que examinar todos sus efectos
personales. Lo que descubrí me sorprendió profundamente. Las cartas tienen más
de veinticinco años —dijo, tras una pequeña pausa, como si deseara tomar
fuerzas—. No sé por qué las guardó. No pudo ser por motivos sentimentales,
porque la última de ellas dice que no habrá más, que quien las escribe acepta
que William no vaya a responder. Sin, embargo, sea por la razón que sea, esas
cartas existen y precisamente su existencia lo cambia todo.
— ¿Cómo? —preguntó
Nicholas, con rostro impenetrable.
Sabía que el anciano se
mostraba reticente y a él se le estaba acabando la paciencia. Desde que William,
el hijo de cuarenta y cinco años de Ronald y soltero empedernido se había
matado con una potente lancha hacía diez meses, Nicholas parecía haber sido el
elegido para dejar de ser el director gerente de la empresa que su difunto
padre y Ronald Cyrus fundaron juntos y convertirse en presidente. Le había dado
tiempo a Ronald para superar su pérdida e incluso había aceptado que el anciano
ejerciera de presidente interino para que pudiera superar el dolor de la muerte
de su hijo. No obstante, ya había esperado suficiente. Ronald le había dado a Nicholas
razones más que suficientes para pensar que iba a retirarse antes de que se
cerrara el año fiscal y entregarle todo el control a él. La frustración se
apoderó de él. Tenía otros lugares mucho mejores en los que estar, cosas que
hacer, planes que llevar a cabo. Viajar hasta la campiña romana no había
figurado en su agenda. De hecho, se le ocurrían una docena de lugares en los
que prefería estar en aquellos momentos, empezando con el apartamento que Olivia
Culpo tenía en la Ciudad Eterna. Olivia, cuyos voluptuosos encantos tenía
reservado en exclusiva en aquellos momentos…
Miró a Ronald y vio que
éste había envejecido mucho desde la muerte de su hijo. Tal vez nunca había
tenido una buena relación con William, que siempre había llevado un estilo de
vida alocado, pero su muerte había supuesto un duro golpe para el anciano.
— ¿Cómo, Ronald? —reiteró
Nicholas.
Cuando levantó la vista
para mirarlo, los ojos de Ronald tenían una expresión extraña.
—Como sabes, mi hijo se negó
siempre a casarse, prefiriendo su disoluto estilo de vida. Por eso, tenía pocas
esperanzas de que mi apellido continuara al frente de esta empresa. Sin
embargo, esas cartas eran de una mujer, una joven inglesa que imploraba a William
que fuera a verla, que al menos respondiera a sus cartas. La razón que tenía
para escribirlas era…
Volvió a hacer una pausa. Nicholas
fue testigo de la emoción que embargaba su rostro.
—Tuvo una hija de William.
Mi nieta —anunció, apretando con fuerza los brazos del sillón—. Quiero que la
encuentres y me la traigas, Nicholas.
Esto comienza interesante estoy deseando que conozca a Miley síguela porfi
ResponderEliminarme gusto mucho! porfa siguela.
ResponderEliminarps: si quieres pasate por mi nove :)
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