Miley recogió el correo con gesto sombrío. El día
anterior había recibido por vía postal una carta en la que la agencia tributaria
le advertía que su demora en el pago de los impuestos de sucesión podría
acarrearle una multa y otra en la que la sala de subastas había tasado las
pocas antigüedades que quedaban en la casa en mucho menos que la cantidad
necesaria para pagar sus impuestos.
El miedo y la desesperación se iban apoderando de
ella. Día a día se acercaba más a la negra perspectiva de tener que vender la
casa y el corazón se le encogía por la pena. Si al menos pudiera pagar los
impuestos, tendría una oportunidad. Cuando la propiedad fuera suya legalmente,
podría pedir una hipoteca y utilizar el dinero para remodelar la casa y convertirla
en una casa de alquiler para vacaciones tal y como había planeado. Entonces,
con el dinero que sacara del alquiler podría pagar la hipoteca y el mantenimiento.
Sin embargo, si ni siquiera podía pagar los impuestos…
La desesperación la reconcomía por dentro. Mientras
consideraba su negro futuro, fue examinando las cartas y una de ellas le llamó
la atención. Se trataba de un sobre muy grueso con un sello italiano. Sin mucho
entusiasmo rasgó el sobre y examinó el interior: una carta, un billete de
avión…
Y un cheque. Un cheque por una suma de dinero que cortaba
la respiración.
Lentamente, leyó la carta, en la que simplemente se
le informaba de los contenidos del sobre. Abrió el billete y vio que era del
aeropuerto de Heathrow al de Roma para una semana después en primera clase.
Adjunto al reverso de la carta había una carta escrita en italiano y que no
podía comprender. Evidentemente, aquel documento debía de explicar que el
cheque era un regalo a cambio de que fuera a visitar a su abuelo a Italia.
Miley volvió a meter todo en el sobre y fue a
sentarse junto a la mesa de la cocina. Mientras observaba el sobre que tenía
entre las manos, sintió que la tentación se apoderaba de ella.
«Con esto podría pagar los impuestos de sucesión. Yo
les devolvería todo, hasta con intereses, cuando haya conseguido la hipoteca. Hacienda
no va a esperar…».
Decidió que no podía hacerlo de aquella manera. No
podía tocar ni un penique del dinero de los Cyrus. Su abuelo materno se
revolvería en su tumba si lo hiciera por el modo en el que William Cyrus había
tratado a su querida hija.
Sin embargo, la familia Cyrus estaba en deuda con
ella, ¿no? Su madre jamás había recibido ningún dinero que ayudara a la crianza
de la niña. Después de la muerte de su madre, habían sido sus abuelos los que
se habían ocupado de la educación y de la crianza de la pequeña. William Cyrus
había sido uno de los hombres más ricos de Italia, pero no había compartido ni
una parte de su riqueza con su hija. Aquel cheque era el dinero que no había
recibido a lo largo de los años.
Desgraciadamente, si aceptaba el cheque tendría que
ir a Italia y conocer a la familia de su padre.
Su rostro adquirió una dura expresión. Tenía que
salvar Wharton. Siempre había sido su hogar, su refugio. No podía perderlo.
Miró una vez más el sobre y sintió que el estómago le daba un vuelco.
«Voy a tener que hacerlo. Voy a tener que ir a
Italia. No deseo hacerlo, pero necesito ese dinero para salvar Wharton. No me
queda más remedio que hacerlo».
Miley miró las nubes desde la ventanilla del avión
con expresión tensa. Deseaba de todo corazón no estar allí, pero ya era demasiado
tarde. Estaba de camino a Italia y no podía hacer nada al respecto.
—¿Le apetece una copa de champán? —le preguntó la
azafata con una sonrisa en los labios, como si no estuviera completamente fuera
de lugar allí.
—Gracias —respondió ella, tomando una copa. ¿Y por
qué no? Después de todo, tenía algo que celebrar. Levantó ligeramente la copa—.
Por Wharton —susurró—. Por mi hogar. ¡Maldita sea la familia de mi padre!
Cuando salió por las puertas de la sala de llegadas
vio que un hombre tenía entre las manos un cartel con su nombre. Jamás había
estado en Italia por razones evidentes. De hecho, no deseaba estar allí. Con
resignación, siguió al hombre que había ido a recogerla. Una vez fuera, la
diferencia de temperatura con su lugar de origen le resultó impactante. El sol
lucía en el cielo, pero no consiguió alegrarla. No dejaba de pensar en lo que
la esperaba.
Cuando entró en el coche negro al que el hombre le
había acompañado, tomó asiento sobre los suaves asientos de cuero y fue
entonces cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Nicholas Jonas estaba a su
lado, observándola con desprecio.
—Veo que ha decidido venir. Evidentemente, el cheque
que la envié la hizo cambiar de opinión.
El tiempo transcurrido desde la primera vez que la
vi no había mejorado su aspecto. Evidentemente, había hecho algo de esfuerzo
por mejorarlo, pero sin muchos resultados. Iba vestida con una falda que le
sentaba muy mal, una blusa abullonada en el busto y la cintura, medias gruesas
y zapatos planos. Llevaba el cabello desaliñado, recogido como la primera vez
con una goma elástica, las cejas sin depilar y nada de maquillaje.
Ronald se podía quedar con ella. Después de que lo
manipulara por segunda vez, la simpatía que Nicholas sentía por Ronald estaba
bajo mínimos. Le entregaría a la muchacha y regresaría a su vida de siempre,
aunque siguiera siendo el director ejecutivo mientras que Ronald retenía la
presidencia.
Decidió olvidarse de todo y abrió su ordenador
portátil, sumergiéndose de nuevo en su trabajo e ignorando a la otra pasajera
del coche.